Cuando llegó la hora se puso a la mesa; y los apóstoles con él. Y díjoles: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de mi pasión, porque os digo que no la comeré más hasta que sea cumplida en el reino de Dios” (La última cena, Lucas, 22:15-16).

El episodio tiene una gran relevancia para el cristianismo, puesto que constituye el punto de partida de la escisión con respecto al judaísmo tradicional, además de la esencia de algunas de las prácticas litúrgicas más extendidas en la tradición cristiana posterior. Lógicamente, tratándose de un episodio muy concreto en la vida de un judío particular del siglo I d. C. que no perteneció a la élite política o administrativa, no hay evidencias directas que sustenten su veracidad histórica. Pese a ello, sí podemos hacer una contextualización más o menos precisa de algunos aspectos que, con independencia de la fe que cada uno profese, cabrían dentro de lo históricamente “plausible”; una palabra ciertamente difícil de eludir en cualquier investigación sobre la figura del Jesús histórico. Si tratamos de aislar posibles ideas tendenciosas, teológicas o partidistas de los cristianos que escribieron sobre ello entre veinte y setenta años más tarde del momento en el que habrían tenido lugar los hechos, hallamos algunos elementos de contraste de enorme interés que nos pueden ser de gran ayuda para comprender cómo una cena aparentemente normal terminó teniendo tal repercusión, acaso por el carácter de despedida que a la postre tuvo para los discípulos de Jesús ese último encuentro con su maestro.

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Conjunto de recipientes de piedra procedentes de Jerusalén y fechados ca. siglo I d. C., como los que pudieron haberse empleado en la última cena. © Eric Meyers

El primero de estos detalles tiene que ver con la propia cena. La práctica de la comida en grupo no tiene nada de extraño en la tradición helenística, que impregnó durante siglos las tierras palestinas. Según ponen de manifiesto algunas investigaciones al respecto, esta fue una práctica habitual entre los judíos, que adquirió especial relevancia entre los galileos, que vinculaban el consumo de alimentos y alcohol en grupo con un acercamiento al “Reino de Dios”, en una fórmula no desprovista de un cierto sentido ritual y escatológico con conocidos vínculos en distintos pasajes del Antiguo Testamento y la tradición rabínica. El ministerio de Jesús se caracterizó a menudo por su participación en celebraciones de este tipo, frecuentemente incluso con personas juzgadas como “impuras” y no aceptables respecto a las leyes judías tradicionales. Está claro, pues, que la última cena tendría un carácter relevante, aunque nada extraño en la vida del Nazareno.

la última cena histórica

La Casa de Pedro en Cafarnaún es uno de los lugares más antiguos vinculados con el cristianismo primitivo en Galilea.

Otros aspectos de historicidad interesantes proceden de los propios evangelios. Como de costumbre, el Evangelio de Juan (el más tardío, compilado ca. 90/100 d. C.) es el que presenta un relato más detallado en elementos materiales, algo que contrasta con el alto contenido teológico que frecuentemente se le asocia. Esto se explica porque Juan estaba más enfocado a una audiencia no estrictamente judía que precisaba de un mayor detalle de las prácticas habituales en aquel contexto. En su narración, Juan presenta una cena común, y no una cena pascual tradicional. Insiste, de hecho, en que tuvo lugar el día “antes de la preparación de la pascua” (Jn 13:1; 19:14 y 31), es decir, el anterior al seder o cena pascual, aunque según la tradición judía el día se consideraba que comenzaba con la puesta de sol, y por tanto en parte se habría extendido hasta el día siguiente (viernes). Si bien Jesús se alojaba en Betania, la reunión se habría celebrado en una casa de Jerusalén, dentro de las murallas. Marcos (14:13) y Lucas (22:10) lo describen casi como un encuentro clandestino: los discípulos tenían que seguir a un misterioso hombre que llevaba una jarra de agua hacia la casa en la que iban a celebrar la cena. Mateo (26:18), por su parte, indica que la cena se iba a celebrar “en casa de fulano”, sin indicar el nombre. Nótese la relación de estas reuniones clandestinas con las que se celebraron durante décadas entre las primeras comunidades cristianas que se ocultaban de la persecución romana. El cenáculo, la estancia en la que se habría celebrado el banquete, sería una “sala grande y espaciosa preparada con alfombras y cojines” (Mc14:13; Lc 22:12) propiedad de alguien conocido por Jesús y, aparentemente, de cierto estatus social. En la referencia al lavado de los pies a los discípulos, que solo menciona Juan (Jn 13: 1-20), Jesús, el principal de los comensales, mostraba una conducta inversa a la habitual en los banquetes. Lo lógico es que los criados o esclavos que probablemente hubiera en la casa hubieran realizado esta tarea, pero en ningún caso aquél que presidía el banquete. En cualquier caso, parece claro que la estancia estaba preparada con los instrumentos necesarios para las abluciones rituales que preceden a la comida: recipientes con agua, jofainas y toallas. La práctica de purificación es un elemento trascendental de la tradición farisea, y está ampliamente contrastada arqueológicamente a través de la presencia de numerosos recipientes de piedra destinados a los ritos de purificación, en especial en Galilea. A diferencia de otros materiales, la piedra se consideraba un material inmune a las impurezas. Aquí Jesús hace gala una vez más de su particular concepto de la pureza, que en muchos episodios se demuestra muy distinta y mucho más relajada que el del fariseísmo.

Mikvé del Herodión. Las mikva’ot son imprescindibles para las purificaciones rituales de las prácticas judías. © Wikimedia Commons / CC BY-SA 3.0 / Deror Avi

Otro detalle que no puede pasar desapercibido es la forma en la que se distribuían en torno a la mesa. Como de costumbre, el banquete tenía lugar con los comensales recostados (Mt 26:20; Jn 13:12; Mc 14:18) en divanes y no sentados a la mesa como solemos creer llevados por un imaginario colectivo en exceso influido por imágenes icónicas como la de La última cena de Leonardo da Vinci.

Muchos de los rasgos de la última cena tienen claras repercusiones en las primeras comunidades cristianas, en especial desde que estas se articulan en una línea de interpretación que confluiría en la encabezada por Pablo de Tarso. Es el propio Pablo quien, en su primera carta a los Corintios (11:23-26), la fuente más antigua que habla de este episodio, fechada ca. 55-56 d. C., menciona ya que Jesús es “el cordero pascual, que ha sido inmolado” (5:7). El carácter simbólico que añaden los cristianos a la cena deriva por tanto de la analogía con el sacrificio pascual. Si Jesús había de morir, lo haría como un sacrificio, y al igual que en la Pascua judía el cordero o el chivo debía sacrificarse en el templo el Jerusalén y consumirse en las casas de los judíos en comensalía, el vínculo del vino y el pan con la sangre y el cuerpo del Nazareno establecían ese nexo con las prácticas rituales judías a la vez que una clara ruptura con el sacerdocio tradicional y la vía “oficial” de la religión israelí representada por el templo. Ya hemos visto, sin embargo, que la fecha no encaja con la noche de pascua y, además, ninguno de los evangelios menciona tampoco los alimentos típicos de una cena de estas características, que además del cordero incluirían el pan ácimo y las hierbas amargas. Las referencias de los evangelios sinópticos a la última cena como un seder (Mt 26:17-18; Mc 14:12-16; Lc 22:15) se encuadran por tanto dentro del terreno simbólico dentro del marco de las fiestas de la Pascua judía, y se explican desde una perspectiva cristiana –en parte posterior a la desaparición del templo en el 70 d. C.– que aboga por la ruptura con la tradición judía sin dar importancia a la historicidad del relato. Si allí se habló o no del sentido de la inminente muerte de Jesús, es algo que probablemente nunca sabremos, y quedará por tanto a criterio de los creyentes.

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